Desde temprana edad, me sentí fascinado por la tecnología, especialmente por la de vanguardia; a la atracción y la inquietud se sumaba siempre la frustración que me provocaba el hecho de no poder acceder a las tecnologías más innovadoras (me tenía que conformar con contemplarlas desde la distancia o con escuchar el relato de los privilegiados que ya la estaban disfrutando). Eso lo experimenté con los primeros ordenadores, las primeras consolas o los primeros televisores planos.
Desde luego, mi experiencia tecnológica más impactante se produjo en mi tardía adolescencia, en un salón recreativo ubicado en las inmediaciones de las Ramblas de Barcelona, cuando, al final de una anodina tarde de invierno, descubrí en una de sus salas un gran artefacto cuya pieza clave era un casco de aspecto futurista (por entonces, yo ya había pasado muchas horas jugando con un mando frente a una televisión de tubo). Por descontado, invertí el poco dinero que tenía en mis bolsillos en probar la experiencia que proporcionaba aquella máquina adelantada a su tiempo. Introduje las monedas en la hendidura metálica, me enfundé el casco, agarré los controles y, de súbito, se erigió ante mis ojos asombrados un espacio tridimensional; sí, era muy rudimentario -pues carecía de texturas y de volumen-, pero me rodeaba por completo y, por consiguiente, de inmediato tuve la sensación de haberme desplazado a otro lugar; sensación que se volatilizó rápidamente en cuanto comprobé que, si bien podía mirar en todas las direcciones posibles, apenas contaba con posibilidades para moverme de forma fluida por el espacio virtual. Apenas dos minutos de asombro por unas valiosas monedas.
Desde aquel momento breve e intenso, sin duda clarividente, me aferré a la certeza de que aquella máquina representaba la semilla del futuro del ocio virtual; y comencé a darle vueltas a la posibilidad de que, transcurridos unos años, esa tecnología llegase a los comercios (en tamaño reducido, claro está), como lo habían hecho los ordenadores o las consolas en su momento. Estas inquietudes no me las guardé para mí, sino que las compartí con algunos de mis amigos frikis. He de reconocer que me puse muy pesado, sobre todo debido a la incredulidad que mostraban algunos de mis compañeros al escuchar mis predicciones (lo que hoy en día se entiende como ‘fliparse más de la cuenta’). Así que mis amigos decidieron premiar mi tenacidad con una experiencia narrativa a la altura de las fantasías que yo enarbolaba: una noche oscura de invierno, sentados ellos y yo a una mesa de piedra ubicada en la zona inferior de un parque sombrío, uno de mis amigos me aseguró que, durante la estancia en Japón de la que había disfrutado en compañía de su familia, había asistido a una feria tecnológica en la que, además de otros artefactos singulares, había probado un dispositivo experimental de realidad virtual. El muchacho no escatimó detalles en el relato de la experiencia sobrenatural que proporcionaba aquella máquina (pues su objetivo era espolear mis emociones y conducirme a un estado de éxtasis estético y existencial): un traje háptico para el usuario, entornos tridimensionales con volumen, repletos de intensas y detalladas texturas, todo tipo de efectos lumínicos, sonido envolvente, etc. Ya me entienden, un flipe. Un relato a la altura de mis fantasías. Por descontado, me emocioné más de la cuenta bajo la luz mortecina de una farola que no he podido olvidar. Pero mi éxtasis solo duró unos minutos, el tiempo que tardé en asirme a la racionalidad y, consecuentemente, en comenzar a realizar preguntas atinadas para comprobar la veracidad de lo que el turista japonés me había contado. Evidentemente, el muchacho no salió airoso de mi interrogatorio y terminó reconociendo que se había inventado el relato, momento en el que el resto de mis compañeros frikis comenzaron, literalmente, a descojonarse de la risa, hasta el punto de que alguno de ellos perdió el equilibrio y cayó al suelo arenoso del parque. No me fastidio tanto el festejo como el hecho de que mi ansiada realidad virtual se hubiese volatilizado bajo la luz de la farola.
Relatado todo esto, conviene ahora hacer un salto en el tiempo de aproximadamente veinte años: como muchos lectores sabrán, los primeros dispositivos de realidad virtual dirigidos al gran público -el HTC VIVE y el OCULUS RIFT- fueron comercializados durante los dos primeros trimestres de 2016; PSVR, el dispositivo de la multinacional Sony, fue lanzado al mercado durante el tercer trimestre de ese mismo año. Por entonces ˗paradojas del transcurso inexorable del tiempo˗, yo me mostré tan incrédulo respecto a la nueva tecnología como aquellos muchachos jocosos que me tomaron el pelo en el parque que monopolizó los años de mi adolescencia. «La experiencia será rudimentaria y poco inmersiva», me dije a mí mismo. De modo que decidí no adquirir ninguno de estos dispositivos, contraviniendo el espíritu de mis años de adolescencia. Pero aquel adolescente del que les he hablado habita en mí; tanto el niño como el adolescente que fui habitan en mí; y me acompañarán eternamente si, como creen algunos científicos, la muerte es solo una ilusión. De ahí que, al iniciarse el año 2017, me decidiera a comprar el dispositivo de realidad virtual de Sony, debido en gran medida a la acumulación de datos que me hacían sospechar que la experiencia que proporcionaba la nueva tecnología se aproximaba a la quimera de mi adolescencia.
Cómo olvidar el día en que me enfundé el casco de realidad virtual por primera vez. Lo que percibieron todos mis sentidos superó con creces mis expectativas. No podía creer que se hubiese alcanzado un nivel tan elevado de inmersión. Un momento sostenido de irrealidad en el que dos contextos simultáneos se contradicen: el que construye tu raciocinio y el que confirman tus sentidos. Obviamente, este último se impuso: los entornos virtuales eran sólidos, detallados, incontestables; y la sensación de traslación a otro espacio fidedigna. Tanto es así que, durante las semanas siguientes, las experiencias de realidad virtual se convirtieron en el centro de mi vida. De hecho, no recuerdo haber sido tan feliz en los últimos veinte años como lo fui durante aquellas primeras semanas en que me trasladé a universos paralelos que lograron engañar a mi cerebro (muy proclive, por cierto, a dejarse cautivar por los embelecos tecnológicos). Imagínense, yo me pasaba el día sonriendo, ajeno a las adversidades propias de la vida cotidiana, sabedor de que magníficos entornos virtuales me esperaban en el interior del casco que reposaba sobre el escritorio de mi habitación; complejos escenarios que podían ser explorados con parsimonia, en los que yo me sentía libre y dichoso. Cuánta felicidad sobreponiéndose a la aspereza de la vida cotidiana. Felicidad plena durante la experiencia y después de ella, a lo largo de esas horas en las que la memoria sensitiva deja que vaya fluyendo lo que se ha vivido. Ya ven, el sueño de mi adolescencia hecho realidad a los cuarenta años.
Como no podía ser de otro modo, tras iniciarme en la realidad virtual con el dispositivo PSVR, al poco tiempo adquirí un Oculus Rift, que, para colmo, me permitió observar cómo mis manos y brazos se movían en el entorno virtual con inusitado realismo. En fin, una apoteosis de sensaciones.
Como ya he anticipado, una de las principales virtudes de la realidad virtual es que deja grabada en nuestra memoria sensaciones de gran complejidad, propias de la realidad, algo que ninguna tecnología anterior había logrado. Para que me entiendan, nuestro cerebro percibe y retiene la experiencia como si hubiera sido real; sí, nuestro cerebro sabe que no es real, pero sus capas más atávicas, las más instintivas ˗por así decirlo˗, la perciben como real (piensen que, si algún personaje del entorno virtual te intenta golpear, tu cuerpo reacciona de forma refleja y se aparta al instante para evitar el golpe; o sientes vértigo fisiológico si te asomas al borde de un acantilado, por poner un par de ejemplos). Así pues, lo real virtual es experiencia vivida; es presencia en toda regla.
Son varias las experiencias de realidad virtual que me han hecho sumamente feliz; pero quisiera destacar las siguientes: el entorno selvático de Robinson de Journey, bello y luminoso (realmente tenía la sensación, mientras atravesaba sus parajes hermosos pero hostiles, de que el oxígeno que respiraba en mi habitación lo generaba su atmósfera). La terrorífica y claustrofóbica casa de Resident Evil 7, que me ha enseñado a controlar la ansiedad frente a sucesos muy desagradables y estresantes, a mantener la serenidad en momentos de gran tensión psicológica. El impactante Project Cars 2, un simulador de conducción que, en su versión de RV -en combinación con un volante-, proporciona probablemente las sensaciones más intensas y emocionantes de las que es capaz esta nueva tecnología (imagínense en un circuito real, en el interior de un F1, a ras de suelo, experimentando una vertiginosa sensación de velocidad, contemplando cómo nos acercamos a los pianos de las curvas, mientras otros coches de tamaño real nos sobrepasan o nos golpean levemente, nuestras manos virtuales asidas a un volante idéntico al modelo real, el rugido de los motores explotando en nuestros tímpanos…). Y, por último, el hiperrealista Lone Echo, una odisea espacial de una calidad artística extraordinaria; lo mejor de todo, sin duda, es que puedes desplazarte con fluidez por unos entornos que simulan a la perfección la baja fuerza gravitatoria propia del espacio exterior; asimismo, puedes agarrar y manipular cualquier objeto (hay muchos) con tus manos y brazos articulados; incluso puedes agarrarte a cualquier superficie y darte impulso con tus extremidades superiores; y qué decir de la capitana de la nave, de la que recibes órdenes: es tan real y hermosa que te dan ganas de besarla (cosa que lamentablemente no puedes hacer porque tú encarnas a un robot; eso sí, si le tocas los pechos o el trasero la capitana se enfada, como es normal).
Qué fascinante y hermosa es la realidad virtual, atentos lectores. Habítenla. Evádanse del mundo real. Y no se preocupen por mi carrera literaria: no me he perdido en mundos virtuales; sigo escribiendo libros. Al fin y al cabo, yo soy un especialista en evasiones.
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