Escritores en crisis

 

 

 

Vivir de la literatura –o, en su defecto, obtener una cantidad importante de beneficios económicos, al menos una cercana al esfuerzo realizado y a la calidad del producto literario– siempre ha sido una quimera para la mayoría de escritores, tanto para los buenos como para los mediocres, ya que el poco dinero que hay en juego en el mercado editorial (si lo comparamos con otros sectores) se lo llevan precisamente los que no escriben, los que no crean, los que comercian con lo creado.

 

No obstante, desde los años ochenta, y especialmente durante los años de la burbuja inmobiliaria, otra burbuja, la editorial, tan poco perceptible en su momento como la anterior, permitió a un nutrido grupo de escritores españoles e hispanoamericanos (en cualquier caso una minoría) vivir cómodamente de su literatura. Unos vendían cientos de miles de ejemplares, incluso millones, a lectores hambrientos que, aunque endeudados, tenían la sensación de vivir en la abundancia; otros vendían menos de 10000 ejemplares, pero cobraban anticipos millonarios que la venta de sus libros –en ocasiones excelentes– no amortizaban (aun así, las editoriales más importantes no parecían resentirse de tanta generosidad). Además, los escritores más prestigiosos, aunque vendieran poco (lo cual no se difundía), participaban en numerosos actos culturales organizados por instituciones públicas y privadas a cambio de un suculento estipendio. De modo que, por entonces, el escritor que estuviera dentro del circuito editorial, bien colocado, podía vivir de su pluma. Estaba muy bien eso de ser escritor.

 

Pero, como ya he dicho, aquello era una burbuja, un efímero espejismo, y, como la inmobiliaria, explotó. Explotaron, todo se vino abajo, y sobrevino la Crisis. El resultado, para los escritores, fue un páramo sin horizontes, salpicado de guillotinas. Y ahí están ahora los escritores, ahí estamos, algunos sin cabeza, otros sin expectativas, sin futuro alguno.

 

En la actualidad, los escritores ya no venden en España cientos de miles de ejemplares ni, obviamente, millones; ya no cobran anticipos desorbitados; la mayoría, de hecho, ya no cobra anticipos; ya no cobran por participar en actos culturales organizados por instituciones; ya no pueden dedicarse por completo a la literatura. Ahora, además de escribir, tienen que someterse a una jornada laboral y convertirse en subordinados, o, si pueden, en pequeños empresarios. En esas condiciones van a crear, los escritores que resistan, la literatura de, al menos, la próxima década.

 

Así pues, el inconsciente o temerario que quiera formar parte del selecto grupo de escritores ya sabe lo que le espera: bendecir e idolatrar al editor que publique sus libros constantemente y aceptar el pluriempleo.

 

Desde luego, los adolescentes con los que trato a menudo tienen muy claro que eso de ser escritor es una auténtica majadería (sí, aunque no me lo digan, me consideran un majadero). Es comprensible: ¿por qué habrían de ser escritores si pueden ser youtúberes, si pueden ganar mucho dinero dibujándole unos ojos y una sonrisa a un plátano y mostrándole el Fruiti en un vídeo a la Humanidad?

 

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