«Desde el primer momento, la obra del genial francés enfermizo me había producido un deslumbramiento que carecía de precedentes en mi itinerario de lector. Yo, como una pequeña embarcación de pocos recursos, navegaba tambaleante por el mar caudaloso, compacto y zigzagueante de la sintaxis proustiana, que, con sus fluidas y constantes ondulaciones, me sumía en un placentero estado hipnótico que intensificaba la capacidad receptora de los sensores de mi sensibilidad. Me asombraba el modo en que Proust se demoraba en los aspectos más nimios de la vida externa e interna del ser humano; me resultaba fascinante asistir al espectáculo en el que el escritor desmenuzaba un elemento cualquiera ―aparentemente indivisible― en miles de minúsculas partículas que, bañadas por el barniz de su sensibilidad, entrañaban, cada una de ellas, la complejidad de un universo plagado de verdades incontestables. Proust –como muchas personas, entre las que podría incluirme– era capaz de aislar de la realidad un objeto o un sentimiento y, al escrutarlo, descubrir todos esos detalles microscópicos en los que se esconde el secreto de su verdadera esencia; pero Proust, a diferencia de la mayoría de los mortales, tenía la capacidad de hacer comprensibles, mediante el látigo de su inteligencia, esos detalles invisibles a sus lectores. No obstante, a pesar de sus incontables virtudes, lo cierto es que muchos fragmentos de la obra me parecían monótonos y aburridos, quizá porque, aunque estilísticamente eran impecables, trataban temas que de ningún modo despertaban mi interés. Por descontado, yo –que ya había idealizado la obra– me atribuía a mí mismo la culpabilidad de aquel desinterés por algunos fragmentos; pensaba, por tanto, que con el paso del tiempo, cuando mis intereses intelectuales y culturales se hubiesen expandido, apreciaría esos fragmentos tanto como los que me entusiasmaban por entonces. Sin embargo, hoy en día he llegado a la conclusión de que la labor del lector de la hipertrófica obra de Proust es similar a la del buscador de pepitas de oro: ha de filtrar, con el cedazo de su paciencia, la gruesa y compacta arenisca en busca de los fragmentos diamantinos, que, una vez avistados, lo deslumbran y lo sacuden con una fuerza artística que no tiene parangón en este mundo. Recuerdo que, de todos los diamantes que yo había descubierto por aquel entonces, mis preferidos eran aquel en el que el protagonista relataba la necesidad indomeñable que tenía en su más tierna infancia de sentir, calurosa y cercana, la presencia de su madre; aquel en el que se narraba, de forma magistral, la relación amorosa entre Swann y Odette; y aquel que, al final del segundo volumen, contaba la incipiente relación de amistad que estableció el protagonista con Albertina y sus amigas. Mientras me hallaba enfrascado en la lectura de estas y de otras páginas memorables, siempre acudía a mi memoria, como una mariposa que regresa a su jardín preferido, la vívida imagen de Dora, que, cuando no reclamaba toda mi atención –dificultándome, por consiguiente, la lectura–, se convertía bien en una espectadora que, arrellanada en un fastuoso trono imaginario que yo le fabricaba, asistía a la maravillosa función teatral que Proust estaba representando en el escenario de mi mente, bien se inmiscuía en la obra, donde se transfiguraba en mi Odette o en mi Albertina particulares. Así, por ejemplo, yo podía ver pasear a Dora por los alrededores de Balbec, que, a su paso, cobraban una forma y una belleza distintas a las que Proust les había conferido. Y es que Dora era ya la perpetua inquilina de mi mente»
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Mariano (domingo, 12 enero 2014 00:38)
Exquisita entrada, Juan. He aquí la inspiración. Bellamente escrito, al punto que yo, aunque literato de segunda, no había sentido la necesidad de leer a Proust hasta ahora. Me has despertado la curiosidad, tanto de leerlo como de hacerte una pregunta un tanto personal, si es que es posible. La pregunta es , : ¿sigues viendo a Dora de vez en cuando?
JSC (domingo, 12 enero 2014 12:11)
Hola, Mariano:
'En busca del tiempo perdido' es una de las cimas de la literatura universal. Así que conviene leer a Proust.
En cuanto a su pregunta, veo a menudo a todos los personajes que he creado; están siempre presentes en mi mente.
Cualquiera que lea 'La otra vida' no olvidará jamás a Dora ni a su adorador.
Saludos.
Manuel (viernes, 14 febrero 2014 19:35)
Hola Juan,
tan solo quiero preguntarte una cosa, que si no quieres responder por compromiso no hace falta. ¿En qué te ha perjudicado que la editoriales distribuyesen ilegalmente tu libro?
JSC (viernes, 14 febrero 2014 19:56)
Hola, Manuel:
Simplemente, Brosquil Ediciones infringió la Ley de Propiedad Intelectual y, además, distribuyó un gran número de ejemplares defectuosos de mi obra, a sabiendas de que estaban defectuosos. Como consecuencia, yo, por mediación de mis abogados, rescindí el contrato de edición, por lo cual la compra-venta de la edición impresa de mi novela es ilegal. Solo es legal comprar la edición digital que he preparado personalmente.
Saludos.
miki (lunes, 17 febrero 2014 23:36)
El mar no puede ser caudaloso. Es una metáfora absurda. El mar no tiene caudal.
JSC (martes, 18 febrero 2014 15:08)
Le aclaro su duda, señor Miki:
Caudaloso: 1.adj. De mucha agua. (DRAE)
Caudal: 1.adj. caudaloso. (DRAE)
A partir de estas definiciones normativas, debemos aceptar que el mar es caudaloso por naturaleza (aunque algunos mares lo son más que otros; aunque el mar puede tornarse más caudaloso que de costumbre, etc.). De modo que, en el fragmento de esta entrada, el adjetivo 'caudaloso' funciona como un epíteto.
En cuanto a la metáfora, digamos que la prosa de Proust es, en efecto, un mar caudaloso; una prosa densa y compacta, como la de 'La otra vida' (no en vano, sus párrafos se extienden a lo largo de varias páginas).
Espero, señor Miki, que esta respuesta le haya resultado instructiva.