El jueves 9 de mayo de 2013 tuvieron lugar en todas las comunidades autónomas españolas manifestaciones multitudinarias en contra del Anteproyecto de la LOMCE, a pesar de que la mayoría de los manifestantes, cuya belicosidad es proporcional a su indignación, no se han molestado en leer el texto que ha alumbrado el ministro Wert (algunos, me imagino, ni siquiera lo habrán sobrevolado con los ojos). Ya se sabe que, en este país, profesores incluidos, estamos acostumbrados a alzar la voz y embrollarnos en aspavientos antes de reflexionar; y, por tanto, aceptamos y defendemos acríticamente las consignas que caen a plomo sobre nuestras cabezas. Nos gusta el rebaño. Es nuestra naturaleza.
Supongo que, después de leer este primer párrafo, les debo de parecer un simpatizante del PP, cuando no un militante acérrimo. Pero no se dejen engañar por mi virtuosismo discursivo. Créanme: es imposible que yo le conceda algún día mi voto al PP. Sin embargo, no todo es ignominia en la reforma educativa que proponen. La recuperación de las 'reválidas', por ejemplo, me parece un acierto; la subvención de centros educativos que promuevan la segregación sexual, en cambio, un disparate inaceptable a estas alturas de la película. Pero mi intención no es ahondar en las reformas de la LOMCE. Solo añadiré, en este sentido, que cualquier movimiento unilateral, provenga del partido que provenga, sería un craso error. Necesitamos urgentemente una reforma educativa consensuada y duradera.
Mi intención es alertar a la sociedad de que ninguna reforma educativa venidera corregirá nuestra mediocridad intelectual si no se enfrenta con determinación y coraje al problema radical de nuestro sistema educativo: la baja cualificación del profesorado de primaria y secundaria, que interviene en la fase decisiva de la formación de los ciudadanos españoles. Ya lo he expuesto con detalle en otros artículos: hemos permitido y fomentado que, masivamente, accedan a la docencia personas nada brillantes académicamente, poco ambiciosas y creativas, acomodaticias, incapacitadas para la gestión y, en suma, carentes de las aptitudes necesarias para resolver los diversos y complejos problemas que eclosionan a diario en los colegios e institutos españoles, los cuales hacen de este tipo de docencia una de las profesiones más exigentes que existen.
Fijémonos, si no, en el modélico sistema educativo finlandés. No solo consensuaron en su momento los finlandeses el proyecto educativo que los ha llevado a la excelencia, sino que, además, se aseguraron de que solo las personas más dotadas accedieran a la profesión docente, concediéndole así a la educación la misma importancia que nosotros concedemos a la sanidad.
Actualmente, la media del expediente académico de los profesores finlandeses que trabajan en escuelas públicas es 9.3. Pero, si bien un expediente académico eximio resulta imprescindible, no es una condición suficiente para obtener una plaza como profesor. Los aspirantes deben demostrar, en sucesivas pruebas y entrevistas, que poseen aptitudes interpersonales avanzadas, elevada creatividad, una evidente vocación de servicio a la sociedad y, por descontado, unos rasgos de personalidad propicios para ejercer con éxito la docencia. Ante tal nivel de exigencia en el proceso de selección, solo el 10% de los aspirantes finlandeses logran convertirse en profesores.
Imaginen a una élite de profesores trabajando en equipo en los centros educativos españoles. No, no se lo imaginen. En su lugar, échenles un vistazo a los resultados académicos de los estudiantes finlandeses. Y, si ahondan un poco en el asunto, descubrirán con asombro que, en Finlandia, no existe un cuerpo de inspectores de educación; simplemente, porque no es necesario.
No habrá ley, por tanto, que resuelva el problema educativo español, pues son los profesores los que lo construyen y lo gestionan, muchas veces, dándole la espalda a la propia Ley.
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Editing (lunes, 24 junio 2013 21:28)
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