Recientemente Ignacio Echevarría ha publicado un provocador artículo titulado Críticos embobados en el suplemento cultural de El Mundo. En él denuncia la alarmante condescendencia en la que han terminado incurriendo la mayoría de los críticos literarios de este país, que, asimilados por los sibilinos mecanismos de la mercadotecnia, bien practican un servilismo del que son conscientes, bien han perdido el rigor y la exigencia necesarios paulatinamente, sin darse apenas cuenta. No olviden que Ignacio Echevarría fue, durante una década, uno de los críticos más reputados de España, y que abandonó su labor definitivamente porque no le fue posible conciliar su elevada exigencia crítica con los intereses comerciales del medio en el que publicaba periódicamente sus reseñas.
Yo, que puedo presumir de ejercer una crítica literaria independiente –incluso marginal–, suscribo la acerada opinión de Echevarría: hace tiempo que muchos de los críticos literarios de este país –que forman parte del gran escaparate y reciben una remuneración por su trabajo– perdieron el norte. A mí, por un lado, me gustaría formar parte de ese escaparate porque te proporciona prestigio profesional; pero, por otro, me resisto a hacerlo, ya que soy consciente de que en esos escenarios las presiones mediáticas y corporativas terminan diezmando tu voluntad y nublándote el juicio.
En este sentido, me asombran y me trastocan muchas de las críticas que leo semanalmente en las revistas y suplementos literarios que se publican en España; lo hacen porque, normalmente, la imagen que proyecta el crítico de la obra analizada en nada coincide con la opinión que yo me he formado de dicha obra a lo largo de su lectura (lectura que puede ser anterior o posterior a mi confrontación con la reseña ajena). Por lo general, el crítico de primera fila ensalza la obra desmesuradamente (de lo que se deduce que la calidad de la producción literaria española es extraordinaria). A mí, en cambio, esa misma obra me ha parecido simplemente correcta, fallida o deleznable. Esta discrepancia, evidentemente, supone un conflicto para alguien que ejerce la crítica literaria desde la periferia y que, además, produce literatura; una literatura que necesita de la aprobación y del respaldo de críticos y editores de primera fila para medrar públicamente.
La forma en que he resuelto este conflicto es la siguiente: escribo exactamente lo que pienso sobre las obras que he leído, sin cortapisas; y asumo las consecuencias.
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