Convertirse oficialmente en un escritor y ocupar un lugar de privilegio en el ruedo literario no es fácil; antes bien, es un logro extraordinario que, en la mayoría de casos, está precedido de una larga, densa, frustrante y miserable espera, alimentada por una perseverancia inquebrantable, que estraga y martiriza al escritor inédito o públicamente irrelevante. La mayoría de escritores, sea cual sea la envergadura de su talento, no sobreviven a esa espera.
Como en todo proceso de encarnizada selección natural, unos pocos (los mejores, los más recalcitrantes o, simplemente, los más lameculos), penetran en el óvulo y por allí se acomodan. Entonces llegan los fastos. La dolce vita: entrevistas, numerosos titulares en los medios de comunicación, la atención de la crítica, apariciones en programas de radio y televisión, premios literarios importantes… En fin, un inmenso escaparate, escrutado por millones de ojos, en el que el escritor puede regodearse en sí mismo y, afortunadamente, resarcirse de las miserias sufridas durante el largo viaje hasta el paraíso.
Pero, ¡ay!, tanta atención y tanto prestigio es solo oropel y barniz. Bajo el barniz ruge la miseria, la eterna compañera. Pues el escritor privilegiado pronto descubre que no hay dinero, que en el fastuoso escaparate uno se viste de Midas pero vive como un mendigo (y entonces recuerda las enseñanzas de su querido Lazarillo). El anonadado escritor pronto descubre que el noventa y cinco por ciento de los libros de sus privilegiados compañeros de escaparate generan ínfimos beneficios económicos para sus autores, y que, como es lógico, los suyos no son una excepción. Y el privilegiado escritor, mientras se entretiene con los carísimos juguetes del escaparate (prestados, por supuesto), se pregunta descorazonado: “¡¿Pero cómo es posible que mis libros vendan solo quinientos ejemplares en Anagrama y en Alfaguara y en Tusquets y, en fin, en todas las editoriales importantes; quinientos o mil o dos mil, pues al fin y al cabo es lo mismo!?”. El escritor-mendigo se lo pregunta y al mismo tiempo asume la situación. Y entonces decide convertirse en un pícaro. Prescinde de su dignidad y se consagra a la servidumbre y la rapiña enmascaradas. Así, el escritor privilegiado vive encerrado en una tormentosa paradoja, a la espera de que una repentina Primitiva editorial la rompa.
La masa que deambula tras el escaparate —y que a menudo se detiene ante él— nada sabe de esta paradoja. Y los pocos que la conocen, precisamente los que se bañan en el metal fundido que generan las obras de los escritores privilegiados, guardan el secreto con celo, apoyan paternalmente a los mendigos y, siempre que elogian su talento, piensan con satisfacción: “Sois todos unos muertos de hambre”.
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