Quizá la comparación que propongo les resulte absurda o inverosímil. En ese caso, será porque nunca han trabajado en un instituto público o, en cambio, porque no son telespectadores asiduos del archifamoso programa televisivo (ese reality show deleznable del que, no obstante, cualquier ciudadano atento y reflexivo puede aprender muchísimo). Será por una de estas dos razones o por las dos. Pero, créanme, no me he sacado de la manga un símil surrealista, irracional. Todavía no he perdido el juicio (seguramente, si continúo transitando de un Gran Hermano a otro, lo terminaré perdiendo, y entonces ya no podré escribir novelas ni hacer críticas literarias ni hacer frente a la corrupción). El símil es de lo más acertado. Una ocurrencia ingeniosa y exacta. Me explico:
Sabrán —y si no ya se lo explico yo — que en un Gran Hermano, transcurridos unos cuantos días de convivencia, se forman dos bandos dirigidos por un líder que, de un modo u otro, hace valer su carácter dominante. Estos bandos están enfrentados, y luchan encarnizadamente por la obtención de una serie de privilegios bastante diversos. Obviamente, para lograrlos cada bando tiene que desestabilizar y destruir a su antagonista, por lo que inevitablemente se desencadena una guerra civil en toda regla. Esta es la salsa del reality show, la razón principal por la que las audiencias se disparan (los seres humanos somos así de morbosos).
Esto es exactamente lo que ocurre en todo instituto público. Todos los institutos públicos en los que he trabajado (son muchos) estaban sumidos, en el momento de mi llegada, en una cruenta guerra civil: dos o más bandos, líderes blancos, grises u oscuros, guerra de guerrillas, estrategias militares, incursión en los campamentos enemigos, sabotaje de sus infraestructuras, apropiación o eliminación de sus recursos, traiciones, delaciones, acusaciones falsas, torturas, ejecuciones…
En esta situación, todo el mundo con sentido común —todo el que no es un temerario— se posiciona en un bando (el que, acertada o equivocadamente, considere más adecuado para sus intereses personales), pues quedarse en tierra de nadie supone ser masacrado por los dos bandos, o por todos los que se hayan formado. Y, en el epicentro de esta guerra convulsa (pero silenciosa y sutil como ninguna otra), hay una asilvestrada masa de alumnos que esperan recibir una eximia educación de parte de los guerrilleros en los descansos que se producen entre cada una de las escaramuzas. Imagínense que todo esto se pudiese emitir por televisión con todo lujo de detalles: sería un éxito rotundo (y el tanto, cómo no, se lo apuntaría Tele 5).
Sintetizando: los funcionarios públicos que ejercen la docencia en este país dedican buena parte del tiempo de su jornada laboral a pelearse entre ellos. La razón por la que esto se produce ya ha sido desarrollada ampliamente en un artículo anterior de este blog. Como dato curioso, añadiré que la mayoría de estos funcionarios no pierden su precioso tiempo viendo Gran Hermano. ¿Será porque ya protagonizan uno todos los días?
Solo me resta añadir que, a pesar de todo lo dicho hasta el momento, hay algo importante que diferencia a un instituto público de un Gran Hermano: en momentos puntuales, los diferentes bandos enfrentados de un instituto público se agrupan fraternalmente y hacen una huelga. Y, en cuanto ésta finaliza, se disgregan y la guerra civil continúa. Todo un ejemplo para las generaciones venideras.
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