Me he decidido a escribir este artículo porque estoy convencido de que, gracias a él, voy a hacer un montón de amigos, sobre todo en el gremio de profesores de educación secundaria.
Creo que ha llegado el momento, ahora que el inicio del curso escolar está próximo, de que escriba por fin de la educación en este país, dado que conozco profundamente sus entresijos porque hubo un momento de mi vida, quizá funesto, en el que metí mi pie derecho en un instituto público y ya quedé irremediablemente atrapado, a la espera de que el cepo cercenara definitivamente mi tobillo (lo cual aún no ha ocurrido, aunque el hueso ya se está astillando).
Podría comenzar diciendo que la educación en este país es mediocre, que los decretos que despliegan los programas educativos tienen un diseño errático, que los pocos recursos que se dedican a la educación se malversan, etc. Pero si dijera esto mi discurso sería de lo más convencional. Estas cuestiones se conocen de sobra, pues se han repetido hasta la saciedad. Así pues, en mi primera incursión en un tema tan relevante, voy a intentar ser original. Espero lograrlo.
Aparte de las razones ya mencionadas, las que se han repetido hasta la saciedad, ¿cuál es una de las principales causas del tremendo deterioro que ha sufrido nuestro sistema educativo a lo largo de las últimas décadas? Se trata de una causa que ha sido convenientemente silenciada, que algunos conocen pero que nadie articula. Esta causa es un tabú, y ni siquiera admite una presentación eufemística. No se puede insinuar. Y quien la articule o la insinúe se convertirá de inmediato en un proscrito. De modo que quienes la conocen, para salvaguardarse, ni la presentan ni la insinúan. No obstante, yo la voy a presentar sin ambages, pues, como ya he dicho anteriormente, me encanta hacer amigos.
¿Alguna vez se han preguntado qué cualidades y qué tipo de formación debe tener una persona para ser cirujano?, ¿y para ser arquitecto?, ¿y para ser profesor o maestro? Seguramente, no. Voy a intentar dar respuesta a esta última interrogación, dado que es la que más nos interesa ahora.
Una persona, para ejercer una labor docente de carácter profesional, debería reunir las siguientes cualidades:
1) Inteligencia general por encima de la media.
2) Elevada creatividad.
3) Talento social.
4) Excelente capacidad oratoria.
5) Elevada empatía.
6) Flexibilidad cognitiva.
7) Mentalidad innovadora.
8) Elevada tolerancia a la frustración.
9) Férreo compromiso ético-moral.
10) Carácter tolerante y reflexivo.
11) Ambición profesional.
12) Amplios conocimientos sobre la especialidad que imparta.
Este es el perfil ideal. Obviamente, se podría admitir que faltaran algunas de estas cualidades, pero no demasiadas (las menos determinantes, en cualquier caso). Probablemente, estarán pensando que el perfil que he expuesto es demasiado exigente, que son pocas las personas que cumplen con estos requisitos y que, además, la tarea docente no exige tanto virtuosismo. Este tipo de razonamiento, ampliamente difundido y prácticamente canonizado, es el que es necesario disolver. Porque, no les quepa duda, la docencia en colegios e institutos de secundaria es una de las tareas más complejas y difíciles de las que se pueden desempeñar en las sociedades modernas; y, por tanto, para ejercerla de forma óptima es indispensable un elevadísimo grado de cualificación.
Efectivamente, lo que estoy diciendo es que la docencia, como cualquier otra actividad compleja y heterogénea, requiere la selección de una élite intelectual que la desarrolle adecuadamente, que garantice un desarrollo excelente. Así ocurre desde siempre en otros ámbitos profesionales. ¿Acaso sería posible que una persona que careciese de talento en las manos se convirtiese en cirujano de un prestigioso hospital público o privado? Asimismo, ¿sería posible que un individuo que no contase con una elevada inteligencia espacial y talento figurativo diseñase los planos de importantes edificios públicos o privados?
Pues precisamente lo que no es posible en otros ámbitos profesionales es posible en el de la educación, además desde siempre. Fenómeno extraño, incluso paranormal, ¿no creen? Porque, si no estoy muy equivocado, formar a los futuros ciudadanos adultos de una sociedad moderna que está obligada a progresar es, como mínimo, tan importante como sanar física o psicológicamente a los ciudadanos enfermos o diseñar infraestructuras que mejoren su calidad de vida.
A pesar de esto, en este país prácticamente cualquiera puede ejercer la docencia. ¿Qué se le exige a los candidatos a docente? Poca cosa: en primer lugar, una diplomatura (en el caso de los maestros) o una licenciatura (en el caso de los profesores de secundaria) en la especialidad que pretendan impartir; y, en segundo lugar, que aprendan a diseñar un tipo específico de programación pedagógica que ya se ha revelado inoperante. No hay más requisitos, de verdad (bueno, sí: deben desarrollar ciertas aptitudes pedagógicas —a saber qué es eso— que supuestamente se adquieren cursando un milagroso máster oficial que sustituye al antiguo e inútil Certificado de Aptitud Pedagógica). El resto de cualidades que yo he incluido en el perfil ideal —determinantes— se entienden como irrelevantes y, por tanto, no se evalúan.
Como no podía ser de otro modo, las consecuencias de esta miserable falta de exigencia selectiva han sido catastróficas: en la actualidad, la clase docente está integrada, en su mayoría, por personas de inteligencia media, escasamente creativas, de débil compromiso ético, conservadoras y acomodaticias que proyectan sobre sus alumnos una imagen muy alejada de la excelencia que ellos necesitan como referencia. Acompañando a esta masa homogénea, hay un grupo demasiado nutrido de docentes que presentan todo tipo de psicopatías y desórdenes de personalidad, los cuales, gracias a que han desarrollado inteligentes mecanismos de adaptación social, han encontrando en el de la educación el ámbito más propicio para dar rienda suelta a sus instintos más abyectos beneficiándose de una total impunidad. Y, arrinconada, hay una minoría de docentes altamente cualificados que, con mucho trabajo, reconstruyen una parte de lo que sus compañeros de profesión destruyen, que son acosados sistemáticamente por el mero hecho de ser mejores y que, cansados de tanta agresión y tanta sinrazón, abandonan la docencia tarde o temprano.
Esta situación se perpetúa porque no contamos con una clase política que tenga el coraje necesario para hacer una limpieza drástica (y es que la política también la puede ejercer cualquiera). Y, por supuesto, porque muchos docentes, al carecer de un férreo compromiso ético-moral, ni se plantean la posibilidad de abandonar la docencia y desempeñar un empleo más apropiado para ellos, en el que produzcan en lugar de destruir todo lo que tocan.
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andres (martes, 13 septiembre 2016 17:25)
Totalmente de acuerdo. Llevo ya casi 15 años dando clase y aunque me gusta lo que hago no puedo con mis compañeros. Mire donde mire solo veo mediocridad y gente a los cuales la educación se la trae al pairo.